sábado, 21 de julio de 2007

DER HIMMEL ÜBER BERLIN



Ellington Hotel, Nürnberg Strasse, Schönenberg, Berlin. Aterrizamos en el aeropuerto del Este, que está en Brandenburgo -no puede ser una llegada más cultural, comenzaron a resonar en mi memoria los conciertos de Bach que me presentó JA nada más conocernos, y que fueron la música feliz de nuestra primera etapa-. Soy europeísta acérrimo, y mi idea de Europa, que carece de límites geográficos, porque puede cristalizar perfectamente en cualquier otro lugar, es la siguiente: una civilización que sitúa en primera línea la defensa y promoción de los derechos humanos; que es homogénea e igualitaria con respecto al nivel de vida de la población, y acoge a quienes llegan procedentes de otros países, a quienes otorga plenos derechos de ciudadanía; que progresa continuamente en la búsqueda de una vida más cómoda para todo el mundo; que promueve la libertad de opciones de cada persona, combinando así el fomento de lo colectivo con la cultura individual; que respeta y protege a los animales; que aprecia la cultura y la diversidad.

Todo eso y mucho más está en Berlín, y se aprecia desde el principio: la educación y amabilidad de la gente; el carácter bullicioso de la ciudad, que es compatible con la sensación plena de seguridad y confort que se respira en las calles; el desarrollo de múltiples alternativas ecológicas, que van desde el ahorro energético por la noche en luces hasta el respeto máximo a la bicicleta que tantísima gente utiliza, y que cuentan con sus propias senales en el semáforo -no puedo utilizar la ene, esa que usamos en Espana, con una rayita encima, os escribo desde Alemania-; el hecho para mí nada casual de que puedas entrar con tu perro a los museos, y de que les atiendan en los bares, poniéndoles un cuenco específico -cuántas cosas indican esos detalles tan delicados-; la vivencia real de que de cuatro taxis que habré cogido hasta ahora, en dos de ellos, uno conducido por un trabajador de origen turco, sonaba en la radio una emisora de música clásica non-stop -imaginaros por un momento a un taxista espanol oyendo radio 2, que no existiera el club de adictos de la cope que te atufa nada más subir al vehículo, dándote ganas de pedir socorro o de arrojarte del coche-. La diversidad, en fin, de modelos y formas de vida, que son sagrados en la ciudad, cuya idiosincrasia se nutre precisamente de esa mezcla. Todo esto para mí es cultura, y civilización.
Y a esta ciudad maravillosa he venido muy bien acompanado -con Esther, de Torrelavega, un encanto de compa a la que los próximos días se unirá más gente- pero en no muy buenas condiciones, ni físicas ni anímicas -I´m not feeling that well, you know-, aunque espero que eso se haya acabado ya, con la visión fritzlangiana que ayer tuvimos de la Postdamer Platz donde cenamos, que es el conjunto arquitectónico moderno más impresionante que yo haya visto nunca.

Desde que he llegado y ya desde antes he estado aquejado de extranos dolores, de un proceso febril generalizado, una presión en la parte derecha del costado y una serie de pinchazos indecibles e intermitentes, no sé si fruto de la mala vida o de un episodio de ansiedad o de una simple gripe, que me han impedido hasta ahora estar con los cinco sentidos, ni apenas con uno o dos de ellos, ni en el trabajo ni en el turismo. Ayer por la tarde desperté de una siesta en la que me debatí entre pesadillas para echarme a llorar a continuación -porque la noche anterior había estado hablando con Esther sobre mis gatos, a ella le encantan los perros, y ya los llevaba en la cabeza, y volví a pensar en Fosco y Bolita, que ya murieron, el primero sin mi carino ni protección porque yo me encontraba en otra ciudad, y no sabéis el pesar que he sentido por esa causa, y la segunda hace menos tiempo, de una manera que nunca olvidaré, como si hubiera mutado el "Bellacos, os mostraré cómo muere una reina" que era tan común en los tebeos clásicos por un "Os mostraré cómo se despide de este mundo una gata de tejado blanca y negra", con tal dignidad y contención que me hace sollozar cada vez que lo recuerdo, mi Bolita, por qué la muerte de nuestros animales es una experiencia tan mística para quienes les queremos-.
En ese estado anímico y físico fue cuando Esther y yo decidimos que lo mejor era acudir sin demora a una consulta médica de hospital -así de paso tomábamos el pulso a la red pública sanitaria alemana- y tras esperar un poco y entrar ya yo solo a la sala donde me iban a atender ocurrió aquello, el suceso cuya explicación no es para mí terrenal. Como sabéis quienes seguís esta página, este bloguero es muy dado, siguiendo la máxima de Terenci Moix, a amar a los países a través de sus personas, a idealizar enteras identidades nacionales a través del destello de los ojos de un chico o de una amistad que nos conforta. Y la primera vez que viví esa experiencia fue precisamente en torno a Alemania, hace más de veinte anos, de una manera tan avasalladora que estoy seguro de que, todavía, parte de esa energía que generé ha de conservarse en algún lugar, materializada de alguna forma.
Cuando vi entrar al doctor Philipp J., y le escuché hablar, y me dijo en mi lengua con su inconfundible acento que amaba Espana y en concreto Valencia, a donde iba a menudo, y comenzó a atenderme con minuciosidad y con ternura, me vino enseguida a la cabeza que el bueno de Rainer Werner había intercedido por mí, que él, el gran Fassbinder cuyas películas he venerado y algunas de las cuales remitían a mi situación actual -Las amargas lágrimas de Petra von Kant, La ansiedad de Veronika Voss,..- no iba a permitir que un pobre gay espanol enamoradizo pasara una mala estancia en su ciudad habiendo amado tanto en su tiempo y con tal intensidad a un joven alemán, y seguro que con la ayuda de Marlene Dietrich, que en el cielo de Berlín debe tener mucha mano, y hasta con los trámites previos realizados desde no sabemos dónde por Fosco y por Bolita, me envió ese médico tan gentil y como recién salido de la facultad que no podía ser del todo real, un facultativo de cabello castano ondulado y ojos caramelo que miran con timidez, delgado y bien formado, educado y con unas manos recias y delicadas a un tiempo, manos nobles con las unas sonrosadas y muy bien dibujada la media luna en las mismas, la mano con que me sujetó y me auscultó y en un momento dado me confortó y protegió apretando la mía sin un motivo médico aparente, sólo porque se dio cuenta de que me hacía falta sentir ese calor por un instante, sentir todo lo que una persona te ofrece cuando aprieta con su mano otra mano. Al terminar los exámenes de rigor, me dijo que estaba ardiendo con casi treinta y nueva grados de fiebre, pero yo ya sabía que el proceso, desde entonces, tenía que empezar a remitir.
Y cuando salimos me di cuenta de que tenía otro regalo delante mía, mi companera de tribulaciones Esther, a quien le pedí alborozado, para su estupor, que visitáramos en ese momento Alexanderplatz, porque es un lugar de resonancia fassbinderiana y yo tenía que dar las gracias personalmente a mi mentor.

((El día 20 de julio es para mí uno de los más hermosos del calendario, porque es el cumpleanos de mi madre, Isabel Margarita; si alguna vez pensáis que tengo alguna buena cualidad sabed que es ella quien me la ha transmitido. He querido felicitarla desde aquí con todas las flores que he visto, porque todas son pocas, aunque de momento no he podido introducir la foto original que hice ni las de Potsdamer Platz, las que he puesto son de internet -chulas, pero prefiero las que yo hice; todo ello queda pendiente)).

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